Bárbara de Braganza o el eco musical de una época
Todavía hay música por descubrir y El libro secreto de Bárbara de Braganza lo confirma. Descubrir, porque se trata de algo que se ignoraba al estar escondido, pero también porque con ello se revela una realidad que hasta el momento de la apertura solo era aparente y que, desde entonces, adquiere una condición tangible. Piénsese que las obras contenidas en este programa traen consigo la llave de acceso a las estancias privadas de los reyes Fernando VI y, especialmente, de Bárbara de Braganza, cuyo reinado de trece años, desde 1746 a 1759, convirtió la música en un hecho cotidiano, ya fuera en el contexto de la ópera de corte, en el ámbito religioso de la Capilla Real o en el más profano representado por la Real Cámara. Fue aquí donde se impuso la práctica vespertina dominada por el gusto de la reina, que asentía desde su posición de espectadora o apoyaba la celebración cantando y tocando el clave.
Ahondando en las virtudes de Bárbara de Braganza, surge el testimonio de su maestro Domenico Scarlatti, de quien apenas queda algún escrito más allá de la dedicatoria y prefacio a los famosos Essercizi per gravicembalo, editados en Londres hacia fines de 1738 o principios de 1739. A partir del recuerdo de João V, rey de Portugal, a quien dedica la obra, surge el nombre de su hija: «Pero qué expresión de reconocimiento encontraré yo por el honor imperecedero que me ha impartido su real orden de seguir a esta princesa incomparable. La gloria de sus virtudes de real prosapia y soberana educación redunda toda en el gran monarca que es su padre: pero el humilde servidor participa de ella por medio de la maestría en el canto, en el sonido y en la composición con la cual ella, sorprendiendo el reconocimiento maravillado de los mejores profesores, hace las delicias de los príncipes y monarcas».
Puede blanquearse el texto todo lo que se quiera, y se haría bien dado el principio panegirista de estos escritos de alabanza, pero sería imposible pulir el poso de un retrato que es fidedigno. Scarlatti se trasladó a España, en 1729, en condición de músico privado de la princesa Bárbara de Braganza, y este es un hecho revelador en un momento en el que los músicos buscaban las mejores oportunidades laborales pero también el prestigio que se derivaba de sus contratadores. La corte madrileña estaba en el centro de la política internacional y, además, Bárbara de Braganza era amable y poseía grandes cualidades morales incluyendo la bondad, lo piadoso, lo inteligente, y también sensibilidad y cultura. Se distinguía por su poliglotismo, con facilidad para el portugués, español, francés, italiano, alemán y latín, y, ante todo, por su pasión hacia la música, que había estudiado desde pequeña convirtiéndose en una excelente clavecinista y una hábil compositora. Sin duda, una digna alumna y «colaboradora» de Scarlatti.
Queda así apuntada la importancia del Libro secreto, en el que se inscriben músicas que fueron del gusto de la reina y que ella misma practicó. En él, están presentes autores de moda como Baldassare Galuppi, Gaetano Latilla, Niccolò Jommelli y Nicola Conforto, o alguno portugués como el napolitano de origen español Davide Perez, que trabajó en la corte lisboeta. También autores alemanes, como Christoph Willibald Gluck y Johann Adolph Hasse. Lo importante es que en 1993, la musicóloga Sara Erro Saavedra lo descubrió en el Archivo General de Palacio, en el Palacio Real de Madrid, iniciando un proceso que, en esta ocasión, nos trae hasta el del Marqués de Salamanca. La parada no es casual porque con ella se reconoce que la transcripción y edición completa del Libro tiene su origen en la Beca Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales de la Fundación BBVA, otorgada en 2021 en la categoría de Música y Ópera. El estreno se hizo el 22 de septiembre de ese mismo año en la capilla del Palacio Real de Madrid, integrándose en la temporada musical de Patrimonio Nacional que por entonces dirigía la musicóloga Judith Ortega.
«La mujer en la música de los Reales Sitios, pasado y presente» fue un ciclo novedoso pues atendía por primera vez al papel de la mujer como mecenas y compositora en la música de corte. Así, Maria Rosa Coccia, María Luisa Chevalier y María Isabel Prota, convivieron con infantas y reinas como María Luisa de Borbón, Josefa Fernanda de Borbón, María Cristina de Borbón y Battenberg y, por supuesto, Bárbara de Braganza, sobre quien recae hoy toda la atención.
Pero ahora conviene introducir otro nombre: el del castrato y gestor Carlo Broschi, Farinelli, lo que lleva de inmediato al ámbito operístico que siempre es un buen terreno de estudio por sus derivaciones económicas y sociales. De hecho, es la pacífica convivencia política que impera durante el reinado de Fernando y Bárbara la que facilita el desarrollo de un sistema de representaciones extraordinariamente abundante. Solo en los teatros de los palacios del Buen Retiro y de Aranjuez, se registran más de trescientas durante el periodo de gobierno de Farinelli, convertido en director artístico de los teatros reales durante los últimos once años de reinado (1747- 1758). Había estado nueve años como «músico de cámara» y luego «criado familiar» de Felipe V e Isabel de Farnesio, lo que le situaba en una posición superior a los demás músicos de la corte, con la posibilidad de tener un contacto estrecho con la familia real.
Sus atribuciones crecieron en importancia y, por mandato de Fernando VI, llegó a ser escenógrafo y constructor de la Escuadra del Tajo, en una de cuyas falúas cantaba a los reyes en su travesía por el río, a orillas de Aranjuez. Los testimonios incluyen descripciones minuciosas e implican a la misma Bárbara de Braganza participando activamente en la celebración musical.
A Farinelli se debe la decisión de establecer una temporada que coincide con la estancia de la corte en el Buen Retiro, desde finales de septiembre hasta mediados del mes de mayo, con estreno de dos producciones al año, formadas por un dramma per musica y un intermezzo, durante la Navidad o el Carnaval. Merece la pena retroceder al 20 de enero de 1747, principio del Carnaval, con la novedad sobre el escenario de La clemenza di Tito. El momento coincide con el fin del luto por Felipe V y la celebración de los 31 años de Carlos de Borbón, rey de las Dos Sicilias y futuro Carlos III de España. Presidieron la representación su medio hermano Fernando VI y su esposa Bárbara de Braganza, infantes, cortesanos, nobleza y embajadores. La referencia mozartiana que se deduce del título es algo inevitable, pero hay que esperar todavía cuarenta y cuatro años para que el compositor de Salzburgo se fije en el texto de Pietro Metastasio, quien ya corre por Europa con tanta fortuna que es fácil localizar hasta medio centenar de óperas basadas en este mismo asunto. El siglo xviii convirtió los drammi per musica de Metastasio en una fiebre que arrasó el continente. Así lo explicaba el corregidor mayor de Madrid hacia 1785:
«Corrió, pues, este gusto, ya hecho gusto de moda por los estrados en todas las funciones particulares o caseras; los maestros de música, los compositores y las orquestas lograron […] continuados aplausos y fomento […] y así se encontraban y cantaban a porfía las arias italianas, los recitados, los rondós y las cavatinas de los mejores compositores de aquel país». Por eso, Metastasio está muy presente en el Libro de Bárbara de Braganza y en este mismo programa, que registra su nombre como libretista en todas las obras que se interpretan excepto en Mario in Numidia (1749) de Rinaldo di Capua, escrita por Giovanni Pietro Tagliazucchi. Poco se sabe de ambos, aunque tuvieron su importancia. Charles Burney, viajero y testigo del mundo musical europeo de la época, puso la ópera Vologeso, re de’ Parti (1739) como perfecto ejemplo de música dramática, añadiendo sobre su compositor que fue autor «con gran genio y fuego, y cuya producción fue apreciada en toda Europa durante muchos años».
Volviendo a La clemenza di Tito, la representación en Madrid implicó el encargo de la partitura a Francisco Corselli, Francesco Corradini y Giovanni Battista Mele. Y durante los entreactos de la ópera se incluyó el intermezzo cómico Il baron Cespuglio, con música de Johann Adolph Hasse. La exquisitez de las voces, la calidad de los músicos y la espectacularidad de la escenografía tuvo reflejo en la Gaceta de Madrid, donde el cronista fue incapaz, obviamente, de identificar que con ese acto comenzó la época dorada de la ópera italiana en la capital, con sus grandes dramas cargados de aparato escenográfico y con sus intermezzi, que durante los descansos aliviaban la tensión acumulada con breves acciones músico-teatrales de carácter ligero. Hoy se sabe bien la importancia del intermezzo como generador de un nuevo orden teatral en la corte. Su implantación se debe a la llegada de cantantes bufos a Madrid, con una primera representación localizada en Sevilla en 1732, durante el Lustro Real o estancia de la corte en aquella ciudad. No es cuestión de detenerse en ello, excepto para señalar que es en este contexto donde se impondrán varios nombres. Hasse, el primero, según se ha señalado; un autor cuya fama se asentaba en la capacidad de síntesis entre la calidad alemana y la brillantez italiana, lo que en Londres sirvió para oponerle a Händel. El ejemplo de Demofoonte (1748), que se escucha aquí, puede ilustrar muy bien su éxito y difusión.
También están el maestro de la Real Capilla, Francisco Corselli, y otros de raíz napolitana, como Pergolesi, Gioacchino Cocchi, Gaetano Latilla y Niccolò Jommelli. Con este se estrecha el marco de acción, pues su Semiramide riconosciuta (1741), aunque estrenada en Turín, fue un encargo de Farinelli que trajo la obra a Madrid dos años después. De nuevo, se trata de una ópera que retoma un libreto de Metastasio que ya había interesado a Leonardo Vinci, luego a Porpora, llegando a Gluck y hasta Meyerbeer, lo que da idea de la movilidad de textos, músicas, autores e intérpretes que condicionó el mercado operístico de la época.
Así, puede hablarse de algunos otros autores de los que hay ejemplos en este programa. Del desconocido Pasquale Cafaro, con su Ipermestra (1751), vista por pri- mera vez en el mismo Nápoles. O Niccola Sabatino, cuya Arsace (1754), también napolitana de origen, tiene el aliciente de estar compuesta por un músico dedicado fundamentalmente a la música de iglesia, lo que le llevó a dirigir el servicio funerario público en memoria del fallecido Jommelli.
El caso de Egidio Duni destaca porque tras pasar por Nápoles, donde estrenó Catone in Utica (1746), sus óperas Ipermestra y Ciro riconosciuto llamaron la atención del duque de Richelieu y del duque Felipe I de Parma. Obtuvo un puesto de maestro de capilla en esa corte y enseñó música a Isabella, la hija del duque. Pero lo importante es ver cómo convierte Francia en su área de influencia al destacar como adalid de la ópera cómica parisina. En 1761 llegó a ser director de la Comédie-Italienne, cuyo origen está en las compañías italianas itinerantes que periódicamente visitaban la capital francesa desde el siglo xvi y que, por entonces, extienden el éxito a Europa. Los miembros de la Comédie-Italienne eran reconocidos oficialmente como comédiens ordinaires du roi, porque estaban realmente al servicio del rey e iban a actuar a la corte en París y en las residencias de verano, ya fuera en Versalles, Fontainebleau o Chambord.
El recuerdo de Ipermestra no es casual, pues con él se invita a ojear la biblioteca de Bárbara de Braganza. Primero, la general, caracterizada por una gran variedad de temas, con ejemplares escritos en diversos idiomas y editados en las ciudades europeas más importantes. Luego, la musical, con más de un millar de ejemplares y heredada por Farinelli tras la muerte de la soberana que así lo decidió, lo que terminaría provocando su posterior y definitiva dispersión. Hay una parte importante depositada en la Biblioteca Nazionale Marciana de Venecia, en donde se halla precisamente el manuscrito de Ipermestra.
Y en el recorrido por el programa del concierto aún queda Nicola Conforto, quien entró al servicio de los reyes en 1755 sustituyendo a Francisco Corselli, aunque ya había recibido encargos de la corte. Llegó a Madrid pocos días antes del terremoto de Lisboa, el 1 de noviembre, un formidable «temblor de tierra» que se sintió en San Lorenzo del Escorial, lo que llevó a los reyes a trasladarse apresuradamente al palacio del Buen Retiro a pesar de que también allí se había vivido el terremoto durante ocho angustiosos minutos. Se suspendieron las representaciones escénicas, centrando la actividad musical en el cuarto de la reina y comenzando con la cantata La danza, escrita por Conforto. Sobre su excelencia musical escribió Farinelli, quien cuenta que, tras un concierto nocturno, el compositor «encontró debajo de la almohada de su cama una hermosa caja de oro ovalada con flores de esmalte» en señal de agradecimiento por parte de los reyes. Conforto llegó a ser el primer clavecinista de la orquesta del Buen Retiro y entre las óperas compuestas para los reyes está Adriano in Siria (1757), representada allí el 23 de septiembre «festejandose el gloriosissimo dia natalicio de su magestad catholica el rey nuestro señor D. Fernando VI». Y con ello se llega al final. Faltaban diez meses para que una calentura obligara a Bárbara de Braganza a permanecer en la cama. La reina era de naturaleza enfermiza: padecía procesos catarrales con frecuencia, sufría de asma y tenía accesos de tos, lo que se añadía a su obesidad y a varios problemas digestivos, además de la diabetes. Pero en aquel verano la salud física y mental se deterioró de forma preocupante, casi no comía ni conciliaba el sueño. Comenzaba la agonía y con ella, según la costumbre, la acumulación de reliquias e imágenes milagrosas alrededor de la enferma. Algunas procedían de la catedral de Toledo, otras del convento de la Encarnación en Madrid y de otros lugares. Cerca de la cama estuvo el Santo Niño del Sagrario, el cuerpo incorrupto de San Diego de Alcalá, la sangre de San Pantaleón que, como el peor de los presagios, se licuó fuera de época.
Además de los remedios habituales, se le administraron «las más esquisitas medicinas», y aun hubo un médico que propuso como paliativo de los sufrimientos un tratamiento balneario. Según se registra, en ese tiempo en Aranjuez se incrementó notablemente el consumo de «vacas, terneras, pollas y gallinas, pavos, pollos, pichones, gazapos, jamones para fiambres» y otras gollerías, por la presencia continuada de gran número de médicos y curas a quienes se asistía con «comida, cena y chocolate» a diario. Pero cualquier iniciativa fue inútil. Ni las prescripciones médicas ni las plegarias «produjeron el menor efecto». Tras poco más de un mes de enfermedad, Bárbara de Braganza moría en el Palacio de Aranjuez, en la madrugada del 27 de agosto de 1758. Fue enterrada en la iglesia de las Salesas Reales en Madrid, cuya construcción había promovido. También este fue el destino final de Fernando VI quien, horas después del fallecimiento de su esposa, buscó refugio en el castillo de Villaviciosa de Odón donde murió un año después consumido por la pena y aterrorizado. Abandonó este mundo ajeno a sus problemas y a sus músicas.
Alberto González Lapuente