CONCIERTO
Dixerunt
Con obras de Giovanni B. Sammartini, Francisco Corselli, Mauro D’Alay y Domenico Scarlatti
12
ENE
2024
Dixerunt
Con obras de Giovanni B. Sammartini, Francisco Corselli, Mauro D’Alay y Domenico Scarlatti
12 ENE 2024
PROGRAMA
Giovanni Battista Sammartini (c. 1700-1775)
Sinfonía en sol mayor, J-C 39 (10’)
- Allegro ma non tanto
- Grave
- Allegro assai
- Minuetto
Francisco Corselli (1705-1778)
Ave Regina (6’)
Regina caeli laetare (7’)
Giovanni Battista Sammartini
Concertino para cuatro instrumentos en sol mayor (9’)
- Allegretto
- Affettuoso e piano
- Presto
Francisco Corselli
Lamentación segunda de Miércoles Santo (7’)
Mauro D’Alay (c. 1687-1757)
Concierto para dos violines en re menor (9’)
- Allegro
- Largo
- Presto
Solistas: Maxim Kosinov e Ignacio Ramal
Domenico Scarlatti (1685-1757)
Salve Regina (12’)
INTÉRPRETES
NOTAS AL PROGRAMA
Renace un estilo y muere una época
A Felipe V, el Alcázar madrileño siempre le pareció un lugar inhóspito, oscuro, ahogado y laberíntico. Lo plomizo de la decoración y la parafernalia heredada de los Austrias era una reliquia del pasado especialmente antipática al nuevo rey. La rigurosa etiqueta había colocado a los monarcas españoles en una posición distante y oculta, en correspondencia a una vida privada hermética, muy distinta al carácter público del modelo francés. La cocina castellana apenas gustó a Felipe V, quien la rechazó de inmediato, poco antes de expulsar a los enanos y bufones a los que Velázquez había retratado con tanta dignidad, y de exigir el cambio de vestimenta eliminando la golilla, que hasta entonces había sido símbolo de nobleza y que él mismo usó como gesto condescendiente durante varios meses y desde que Hyacinthe Rigaud, pintor de la corte de Luis XIV, hiciera, todavía en Francia, el primer retrato oficial. La música y el teatro «a la española» le parecieron de lo más aburrido, a él y a su primera esposa, María Luisa de Saboya.
Era difícil entender la belleza de un entorno tan bien descrito algunas décadas después por José Antonio Álvarez Baena en su Compendio histórico, de las grandezas de la coronada villa de Madrid (1786), en el que incluye todas las reformas que luego se aplicaron durante el reinado de Fernando VI y Carlos III, el gran arquitecto de la capital. Por él se sabe de las parroquias, hospitales, puertas, portillos y puentes, iglesias, conventos, monasterios y oratorios, sitios y casas reales, almacenes y cuarteles, fábricas, pósitos y bibliotecas. Se cita el Colegio Real de Santa Bárbara de Niños Músicos, fundado por Felipe II, «de muy buena fábrica, y han salido de él buenos sujetos», en la calle de Leganitos, lindando con la vivienda de Domenico Scarlatti, quien tanto prestigio trajo a la corte a donde llegó de la mano de Bárbara de Braganza para alegría del heredero Fernando VI. Álvarez Baena hace una alusión al Palacio Real especialmente interesante pues señala que, en su construcción, el italiano españolizado Juan Bautista Sacchetti lo trazó «sin más madera que la precisa de ventanas y puertas», en una clara alusión al material que propagó de forma explosiva el incendio que comenzó en la Nochebuena de 1734, reduciendo a cenizas el antiguo Alcázar «con tanta fuerza que ardió por todas partes a un tiempo, consumiendo un sin número de alhajas y pinturas».
Se llega así al relato de los hechos, distinto según las fuentes y a pesar de que en todos los casos se esté de acuerdo en la rapidez de la propagación impelida por el viento de poniente, «tan recio, que todas las llamas se encaminaban a buscar un mayor aumento». Lo más estrafalario es que el propio Felipe V urdiera la tragedia, tal y como se empezó a rumorear por Madrid a sabiendas del poco aprecio que el rey tenía al edificio, en cierta medida ya adaptado a sus necesidades. En la fachada del parque, la que da al río, se había construido un nuevo cuarto para los reyes, con ricos espejos y una buena selección de pinturas, «y lo restante del palacio se había compuesto; en que se gastó mucho dinero». Félix de Salabert, marqués de Torrecilla, lo contó en El relato del incendio del Alcázar en la Nochebuena de 1734 (1735), donde señala la alegría de los reyes ante las nuevas estancias: «coste innumerable y arquitectura primorosa».
Se calcula que desaparecieron unos quinientos cuadros, según relación hecha por el pintor de corte Jean Ranc, incluyendo a Rubens, Van Dyck, Tintoretto y Velázquez, de quien se perdió La expulsión de los moriscos, considerada una de sus mejores obras. Hay también datos exactos sobre el patrimonio pictórico y una estimación sobre el archivo de papeles, con documentos de toda la Corona y del Estado, los consejos de Guerra, Marina, Indias y Hacienda. A la calidad inflamable de este material se había unido la dificultad para transitar por un complejo sinuoso, sometido a una constante modificación desde tiempos de Felipe II con el fin de modernizar la heterogénea superposición de volúmenes arquitectónicos. Una semana después, se demolían las paredes que representaban peligro. Solo quedó en pie la fachada de la plazuela y de la torre del príncipe, la de Carlos V, que quedó intacta.
En la crónica de Félix de Salabert se señalan los legados que salieron intactos, la mayoría incluidos en la Real Librería. Su fundación era reciente y debida a Felipe V, quien reunió sus libros personales y aquellos que formaban parte del legado de los Austrias, originalmente conservados en la Torre Dorada del Alcázar destinada a los aposentos y despachos reales, además de los volúmenes procedentes de todas las bibliotecas incautadas a los nobles y personalidades que, partidarios del archiduque Carlos, habían huido de España tras la guerra de sucesión.
El amplio pasadizo en el que se alojó la Real Librería partía de la línea de fachada y transcurría perpendicular hacia la actual plaza de Oriente para doblar luego en ángulo recto hacía atrás en dirección al convento de la Encarnación. La galería contaba con locales también ocupados por diversos empleados del palacio, incluyendo peluqueros, boticarios, capellanes de las monjas vecinas, y músicos y cantores de la Capilla Real. Pero no se guardaba ahí el archivo de música, al que muy pocos cronistas aluden fuera del ámbito musical y que fue una de las grandes pérdidas provocadas por el incendio del Alcázar. El carácter administrativo de estos papeles, su función como texto destinado a la «lectura» o interpretación, los dotaba de una inmediatez muy distinta a los libros y códices que se conservaban en la biblioteca. Por eso se salva de la quema el Cancionero de Palacio (1505-1520), referencia indispensable para el conocimiento de la polifonía cantada durante el reinado de los Reyes Católicos, y que Francisco Asenjo Barbieri, casi siglo y medio después, rescató de un plúteo situado en la parte alta.
La multiplicidad de espacios en el Alcázar y el carácter dispar de los mismos no eximía en ningún caso de un lujo muy acendrado. Estaba la capilla, que apenas había sufrido modificaciones desde el siglo xv salvo la ampliación dos siglos después, y cuya posición correspondía a un lugar central del palacio en relación con su significación simbólica. La presencia de la Capilla Real aseguraba la calidad musical del lugar acorde a la presencia o ausencia del rey, más allá del calendario litúrgico. Un cuerpo de religiosos, una sección jurídica y, en la parte musical, cantores e instrumentistas permanecían a las órdenes de un maestro de capilla nombrado por designación a partir de su prestigio personal y profesional. Suya era la responsabilidad de componer, elegir las obras, enseñar a los niños cantores, conservar las obras del archivo, organizar ensayos, vigilar la compostura, presidir tribunales e informar de ascensos y vacantes. Tras el incendio se trasladó a San Jerónimo el Real, originalmente extramuros de la ciudad, pero luego incorporado a las dependencias del Buen Retiro, y más tarde a la capilla de la Casa del Tesoro, superviviente del incendio y espacio para alojar a príncipes y altos personajes que visitaban la corte española, y a otros nobles criados como los pintores Alonso Sánchez Coello y Diego Velázquez. La vuelta al nuevo Palacio Real se produce en 1752, una vez concluidas las obras de reconstrucción dirigidas por Filippo Juvarra y definitivamente por su discípulo Juan Bautista Sacchetti, arquitecto de Turín que también se ocupó del Palacio de La Granja. Felipe V prefirió siempre refugiarse allí, pues en su construcción depositó los recuerdos de Versalles, emulando el estilo, los jardines y la treintena de fuentes, todas inspiradas en la mitología griega y todas juntas dispuestas para consumir el equivalente en agua a la ciudad de Segovia. Aunque la residencia principal fuera el Buen Retiro, reservando el Alcázar para cuestiones de gobierno.
Las estancias en Balsaín suponen ordenar una nueva corte que también incorpora una capilla musical que Isabel de Farnesio encargó dirigir al italiano Felipe Falconi. La abdicación de Felipe V en su hijo Luis en 1724 y su retiro a La Granja provocó la definitiva existencia de dos capillas, con la de Madrid a cargo de José de Torres. Todavía se unificaron cuando el rey murió a causa de la viruela 229 días después de la coronación y Felipe V volvió al trono. Un momento especialmente relevante es el Lustro Real, de 1729 a 1733, con la corte instalada en Sevilla y las dos capillas desempeñando sus funciones de forma autónoma. Falconi estaba al frente de un número mayoritario de músicos italianos y Torres permanecía en Madrid dirigiendo a otro medio centenar. La suerte de ambos maestros corre en paralelo aunque con notables diferencias, pues al prestigio de Torres se impuso la falta de consideración hacia la música de Falconi, de la que apenas sabemos nada. José Subirá remató al personaje al afirmar que era «incompetente en el desempeño de sus funciones». Torres y Falconi murieron en 1738, allanando el camino a Francisco Corselli, artífice de la moderna Capilla Real, de la renovación de su repertorio, estructura y actualización estética.
Corselli había desarrollado una importante labor como compositor de ópera y música religiosa en su Parma natal, desde donde se arman vínculos hacia la corte española. Su padre Charles Courcelle había sido maestro de baile de Isabel de Farnesio, oriunda de aquella ciudad italiana a la que permaneció cercana tras su matrimonio con Felipe V, hasta el punto de convertir en un asunto de Estado la recuperación para la monarquía española de los territorios italianos perdidos una vez firmado el tratado de Utrecht. François Courcelle, luego Francisco Corselli en España, llega en 1733 dispuesto a probar fortuna y atraído por el origen parmesano de la reina. Solicita el puesto vacante de maestro de música de los infantes mientras aspira, y así lo declara sin ánimo de importunar, al puesto de maestro de la Capilla Real: con buena voz de tenor y con el necesario dominio del violín y del clave, era «una de las criaturas más hermosas que se vieron, a lo que se le agregó el agrado, y el ser de un corazón sencillo y noble para todos». Un tardío retrato de Domenico Servitori hecho en 1772 tras treinta y cinco años de magisterio, rara avis en la iconografía musical española —muy irregular en cuanto a la caracterización de nuestros músicos—, muestra a un personaje sonriente, bonachón y de ojos pícaros.
Un año antes del fallecimiento de Falconi y Torres en 1738, Corselli asumió el puesto de maestro interino de la Capilla Real, paso previo a su estancia durante cuatro décadas como máximo responsable, estando a las órdenes de tres monarcas: Felipe V, Fernando VI y Carlos III. Y, desde allí, asume la labor cotidiana con el esfuerzo adicional de proporcionar música para los oficios y ceremonias religiosas que supliera la carencia de obras que había provocado el incendio del archivo musical del Alcázar. A él se deben numerosas composiciones religiosas en muy diversos formatos y también varias sonatas escritas para las oposiciones a las plazas vacantes en la Capilla Real, junto con obras teatrales para el escenario del Buen Retiro y otros coliseos madrileños, lo que ratifica su integración en la vida musical ciudadana. Corselli actualizó el repertorio y, en paralelo, definió una nueva sonoridad a partir de una orquesta de perfil dieciochesco. Todo ello se añadió a la reforma estatutaria de la Capilla Real y del Real Colegio de Niños Cantores que dependía de ella, ambas promovidas por el marqués de la Ensenada tras la muerte de Felipe V, al margen de las obligaciones como músico de cámara en Madrid y allí donde estuvieran los reyes. En 1751, Corselli contó con el apoyo de José de Nebra, que ocupó el puesto de vicemaestro de la Capilla Real, y juntos compusieron y también decidieron qué obras de autores nacionales y extranjeros merecía la pena adquirir, al margen de la recuperación de viejos maestros como Tomás Luis de Victoria o Cristóbal de Morales.
Es el caso del milanés Giovanni Battista Sammartini, propuesto por Corselli como proveedor de repertorio para la Capilla Real entre las cuatro decenas de músicos incluidos en la lista confeccionada junto con Nebra. Siempre cercano a su ciudad, mantuvo, sin embargo, una fluida comunicación con Johann Christian Bach, Mozart, Boccherini y Gluck, que fue alumno suyo y propagó sus enseñanzas desde Praga a Viena. Con Sammartini se aborda de manera decidida un repertorio próximo a la música profana de carácter estrictamente instrumental. Sus innovaciones en el ámbito de la sinfonía se enraízan con la escuela de Mannheim y Viena, como vía alternativa al mundo sinfónico que se relacionaba con la obertura italiana. La música de Sammartini determina un gesto de indiscutible modernidad en la corte madrileña que apunta a la futura expresión del Sturm und Drang. El compositor checo Josef Mysliveček definió a Sammartini como «el padre del estilo de Haydn», y así sonó en la corte madrileña en las primeras décadas de la segunda mitad de siglo XVIII.
Y aún el concierto de La Madrileña, con origen en su grabación Dixerunt, proyecto realizado con una Beca Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales 2021 de la Fundación BBVA, se fija en Mauro D’Alay y Domenico Scarlatti. Del primero se sabe poco salvo algún dato sobre su estancia en su Parma natal, lo que le vincula de inmediato con Corselli y con Isabel de Farnesio, a quien acompaña en su destino madrileño. Una vez más, surge la importancia de la mujer en la corte española como agente fundamental en la vida cotidiana y en otras de más largo alcance: es algo muy evidente en el ámbito de los Austrias, donde las mujeres asumieron con regularidad responsabilidades importantes en relación con la política y la salvaguarda religiosa, y en el espacio dinástico de los borbones, extendiéndose hacia el ejercicio de las ciencias y el arte. Isabel de Farnesio estaba versada en muy distintas disciplinas, desde la geografía a la historia y la retórica, era una destacada políglota y una diletante versada en música, danza y pintura. D’Alay fue el violinista favorito de la reina española, y en su ejercicio profesional reunió una fortuna considerable que, para disgusto de sus parientes, legó casi en su totalidad a una orden religiosa de su ciudad, a la que volvió tras la muerte de Felipe V. Es entonces cuando aparece en escena Bárbara de Braganza, quien trae consigo a Domenico Scarlatti.
Las obras de Sammartini y D’Alay advierten sobre un uso musical cercano a la vida privada de la familia real; un ámbito más íntimo y propio del entretenimiento, en este caso bajo la supervisión del sumillier de corps. Conciertos o academias, música de tecla y para agrupaciones instrumentales con derivaciones sinfónicas dan lugar a la presencia de Farinelli, Brunetti, Facco, Conforto, Antonio Soler y Scarlatti, este último como maestro y definidor de un tipo de sonata instrumental que rompe con la tradición musical francesa impuesta a la llegada de Felipe V, retoma un origen italiano y se inserta en una tradición de profunda raigambre hispana. Scarlatti es una referencia absoluta en un siglo en el que la definición de lo español sigue la huella de una pluralidad cultural aún vigente y en la que a lo distintivo se une lo importado con una contundencia innegable. El compositor de Nápoles es un ejemplo evidente, tanto en su obra profana como en aquellos gestos sacros (una muestra de los cuales está presente en este programa) en los que se evidencia la aproximación a un estilo libre, de inclinación galante e indudable buen gusto. Así lo expresó el compositor y flautista Johann Joachim Quantz al escucharlo en Roma antes de que Scarlatti llegara a la corte española, en donde todavía tenía valor el stilo antiquo dominado por el contrapunto «revestido de gravedad, decoro y modestia», escaparate que alertó a Felipe V en su llegada a la España, dura, severa y concentrada. Por eso, Francisco Máximo de Moya y Torres, en su Manifiesto universal de los males envejecidos que España padece, aún señalaba en 1730 los «lamentos, desnudez, hambre, pobreza, despoblación, fuga de gentes», refiriéndose a un ámbito social estrictamente llano que permanecía muy lejos de aquella corte que, en un portentoso renacimiento, asumió pronto la peluca blanca rizada para los hombres, y en las mujeres los lazos y flores en la cabeza que llamaban jardín. Y cuya música tanto se aproximó a la que ahora suena.
Alberto González Lapuente