Los instrumentos de cuerda pulsada, con su efímero sonido, han sabido siempre transmitir nítidamente el espíritu fugaz de cada época: acompañar, fiel, al guerrero desterrado; aplacar las quejumbrosas desdichas del amante despechado; pero también, elevar hasta el disparate su sentido festivo. Sus tañedores han formado por siglos un escogido sindicato de músicos egoístas, capaces de cobijar grandes ideas desde la soledad de su pequeño instrumento. Su idealismo transfigurador y caprichoso ha querido hacer suyas las obras más inspiradas de cada época mediante el arte de la adaptación, que les ha permitido atraer a su mundo a autores en principio ajenos al instrumento como Georg Friedrich Händel, Domenico Scarlatti o, traído por sus propias manos, al mismísimo Johann Sebastian Bach.
Otro rasgo singular del laúd es haber conocido un enorme número de modelos, variantes y afinaciones que han convivido a lo largo de su larga historia. Debido a ello, la elección del instrumento concreto es una primera decisión interpretativa relevante. En particular, a la vista de las tonalidades elegidas por Johann Sebastian Bach para sus principales obras para laúd (como las BWV 995, 997 y 999), el instrumento idóneo para tocar su música es un laúd con la afinación histórica más convencional, esto es, la del laúd renacentista: sol, re, la, fa, do… Se trata del laúd doméstico por definición en la Europa del Barroco, y es fácil pensar, con la música de Bach en la mano, que aun sin ser él específicamente un laudista profesional, sí lo tañía con cierta destreza y conocía los pormenores del instrumento lo suficiente para poder escribir para él obras interpretables con relativa facilidad.
El clave y el laúd comparten repertorio desde al menos los tiempos de Cabezón y los virginalistas ingleses, pasando por toda la era barroca y, ya encarnados en sus sucesores funcionales, el piano y la guitarra, hasta Manuel de Falla y la actualidad. Aunque el modo de tañer uno y otro sea muy diferente, laúd y clave fueron durante siglos los instrumentos domésticos por excelencia, ambos idóneos para la interpretación en el hogar de la polifonía, e incluso son tan cercanos en su forma de producir el sonido —la cuerda pulsada— que se crearon instrumentos mixtos, como el conocido Lautenklavier, del que incluso Johann Sebastian Bach poseía dos ejemplares.
El intercambio de repertorio produjo un natural intercambio también estilístico, y en no pocos momentos de la historia, los compositores de uno y otro instrumento adoptaron rasgos idiomáticos del partenaire. Un caso particularmente exitoso fue la adaptación al clave por Johann Jakob Froberger del peculiar style brisé francés, la singular y reconocible manera de arpegiar y repartir la polifonía entre los dedos creada por los Gaultier, laudistas de su siglo. Froberger adoptó también otros rasgos de estilo como las frecuentes acciaccature o, por supuesto, la forma de suite, aunque infundiéndole una intensidad dramática muy personal, incluso en sus títulos, y bellos e inusuales giros tonales a sus estilizadas danzas.
La adaptación de las obras de Froberger al laúd es pues un natural camino de vuelta a casa, al igual que sucede con Dietrich Buxtehude, que asumió, en obras como la Suite en re menor, BuxWV 236, la secuencia de danzas francesas —fijada a partir de Froberger para la música alemana posterior—. Ya el gran Julian Bream transcribió para guitarra esta suite del organista de Lübeck bajo la hipótesis de que la obra pudo ser originalmente escrita para laúd o incluso para el citado Lautenklavier. Froberger y Buxtehude influyeron fuertemente en el Bach de juventud, cuya estancia de estudios junto al segundo es bien conocida, y es pues natural la presencia de ambos —si no lo valiese ya su propia música— como escolta de discípulo tan aventajado.
El estilo francés queda bien representado en este programa por la Suite para tiorba francesa de Robert de Visée, que reúne danzas contenidas en el Manuscrito Vaudry de Saizenay. Las transcripciones que él mismo hizo de obras de sus contemporáneos tuvieron una gran influencia en Bach. Su color íntimo y melancólico nos ayuda a entender el laúd en su esencia más recogida. Los requiebros armónicos a los que la música francesa nos lleva flotando en diferentes ritmos de danza quedan bien reflejados en los preludios, alemandas, courantes y sarabandes que el laúd francés por antonomasia, la tiorba, supo representar de manera sin igual.
Los laudistas no necesitan acudir a la transcripción para tocar música del gran Johann Sebastian Bach. Amigo personal de uno de los grandes laudistas de su tiempo, Silvius Leopold Weiss, Bach dejó varias obras manuscritas dedicadas al instrumento, la mayor parte de ellas, de nuevo, en la forma de suite a la francesa heredada de Froberger. De la Suite en do menor, BWV 997 nos ha llegado abundantes copias de la época, unas tituladas como destinadas al laúd y otras, cómo no, al clave… y al Lautenklavier. La más importante de ellas fue manuscrita por Johann Friedrich Agricola en la época en que fue alumno del propio Bach (1738-1741). Su singular fuga fluye con un legato natural en el tempo vivo que permite el laúd; mantener el tempo se convierte, precisamente, en el reto de la double que sigue a su gigue, cerrándose la obra con brillantez tras una sarabande que inevitablemente nos evoca el carácter de las Pasiones bachianas.
Juan Ramón Lara y Enrike Solinís